domingo, 16 de diciembre de 2012

JOHN.P DESPEGA



¿Y si es un don el perder la memoria?
¿Lo imaginas?
Perder cualquier atisbo de prejuicios.
Olvidar ofensas, creencias, conatos de venganzas, delitos deseados e intentados, aquella vez que te falló un amigo, el día que te rechazaron por primera vez, lo que sentiste al enamorarte, lo que sufriste con una decepción, al perder a alguien querido...Tu familia, tus afectos... Tu todo.
Empezar de cero con un renacer de años expertos olvidados. ¿Cómo es posible que eso pueda suceder? ¿Le habrá ocurrido a alguien antes? Seguro que sí, no creo ser único. Pero y si los anteriores reaccionaron como yo y nadie se enteró; si ningún médico les diagnóstico cual era su mal o si habría tratamiento. He pensado en consultar con algún neurólogo pero he descartado la idea por temor a que me recluyan como a los ratones de laboratorio o, peor aún, me crean digno de estudio y me alienen, me droguen y acabe sometido a experimentos que me priven de una vida que todavía deseo vivir en libertad.

Siento la primera punzada de dudas. Sentado en la terminal del aeropuerto esperando la salida del vuelo a Montevideo. ¿Por qué no he intentado saber de mi pasado? ¿Tendré familia, pareja, amigos, trabajo...? ¿Qué sentido tiene que recuerde todo lo impersonal que he vivido y en cambio haya perdido mis vivencias, los sentimientos... Las emociones, las antiguas porque lo nuevo sí que está en mi cabeza? ¿Cómo es posible esta angustia repentina? Subo al avión sorprendido de que nadie se percate del malestar que me acompaña. He sido el último en subir, me esperan más de diez horas de vuelo cómodamente sentado junto a una señora que debe andar cerca de los ochenta años.

  • Buenos días, me llamo Pablo.
  • Mucho gusto, mi nombre es Lauren, como Bacall, pero mis amigos me llaman Aymara.
  • Un placer conocerla, Lauren. Espero que al terminar este viaje me haya ganado el derecho a llamarle de otro modo.
  • Me caes bien, joven. Desconozco el motivo por el qué me resultas simpático, pero he llegado a esa edad en la que los protocolos carecen de importancia. He despedido a tantos amigos con los que me quedé con ganas de decirles hermosas palabras que ahora me atrevo a decírselas a cualquier desconocido que me parezca agradable Y tú me lo pareces, ¿Pablo te llamabas, verdad, cariño? Como solía decir un viejo amigo: ¡Qué pronto se me hizo tarde!
  • Gracias por el cumplido. Usted también es bastante agradable. ¿Le puedo preguntar por qué le llaman Aymara sus amigos?
  • Es una historia larga Pablo.
  • ¿Más larga que atravesar el océano?
  • Hace tiempo que no la cuento. Pero si es de tu agrado la haría breve para ti, tiempo habrá para los detalles si llega el momento de los detalles.
  • Por favor. Me encantan las historias. Y más si vienen de personas interesantes.
  • Pues, Pablo. Cuando termine la historia, probablemente te habrás ganado el derecho a llamarme de manera distinta a Lauren. Pero antes quiero pedirte un favor ¿Me muestras tu mano izquierda?

Obedezco curioso y expectante, es la primera vez que me leen la mano ¿O tal vez, no? Encuentro divertida a Lauren y la observo atento mientras acerca levemente su mano izquierda sobre mi palma. En cuanto noto su roce algo cambia. No sabría explicarlo. Ella cierra los ojos sin decir nada y tras unos segundos que parecen minutos me mira fijamente a los ojos en silencio. Al principio parece que me quisiera reprobar y luego se centra en mi frente, acerca sus manos sin tocarme y me vuelve a mirar. Entonces me habla en un idioma extraño que desconozco y al acabar, me dedica un gesto cariñoso.

  • ¿No va a decirme nada que pueda entender, Lauren?
  • Te contaré la historia primero.

Como todas las historias, se trata de una historia de amor. Si, corazón, todo lo que ocurre se hace por amor o por su ausencia. Esta historia no es distinta, pero sí es mía. Es la historia de mi amado Aymara. Le conocí hace más de medio siglo. En realidad él no se llamaba Aymara aunque todos le llamaban así porque vivió en la meseta del Titicaca, entre indígenas del altiplano y aprendió a tocar el charango y a conversar con la Madre Tierra. Se hizo tan uno de ellos que le llamaron como a ellos. Tampoco era peruano, sino asturiano. Un buen hombre, médico. Vino solo a Perú huyendo de una España de postguerra de la que no quiso ser vencedor ni vencido. Llegó siendo médico y marchó convertido en chamán. Llegué siendo una turista uruguaya y regresé siendo su esposa. Nos enamoramos. Solo con mirarnos la primera vez bastó para llenar una vida; nos enamoramos, Pablo. ¡Qué generoso anduvo nuestro destino al reunirnos una tarde de mayo! Sufrí un maravilloso esguince de tobillo, un prodigio de lesión que fue largamente tratado por mi futuro marido. Con solo tocarme dejé de sentir dolor pero no se lo confesé jamás. Me miró con dudas de creerme, sin cuestionarme, como caballero que era. Creo que me eché a reír cuando le noté sonrojarse al mirarme a los ojos. Fue en ese instante que por fin oí a las flechas del amor silbar de júbilo al acertar con la diana. Y desde entonces fuimos uno. Tuvimos un hijo que nos ha llenado de orgullo y dos nietos adorables que volaron del nido hace poco. Lo demás fue lo de menos. Fuimos felices juntos como no imagino que lo haya sido nadie. Y su recuerdo me mantiene unida a él. Por eso conservo el nombre que le pusieron sus amigos como si fuera el mío cuando estoy con ellos, para seguir siendo uno. Aymara.

  • Es una historia preciosa. Me encantará oír los detalles.
  • Estoy segura de ello. Pero ahora tengo que decirte algo que puedas entender de lo que pasó hace un momento. No te he leído la mano. No tengo ese antiguo don. En cambio, he percibido algo en ti que no puedo compartir contigo. Tienes muchas preguntas que responderte y algunas, las más importantes, aún no te las has planteado. Lo único que puedo decirte es que no has olvidado. Tienes una oportunidad única delante de ti. Y encontrarás lo que todavía no sabes que buscas.

Sentí que estaba en otro lugar. Lejos de ese avión que me llevaba a un incierto destino. Acontecimientos imprevistos acompañaban mis días. Me dejaba guiar por sensaciones. Y la vieja Aymara, desde su misterio, me dio paz. En unas horas aterrizaría en Montevideo. ¿Será verdad que no he olvidado? Curiosa sensación la de experimentar como nuevos, sentimientos que tal vez ya conocía aunque no recordara. Y, de pronto, fugazmente, lo vi todo claro; como si hubiera recibido un fogonazo. El avión sufría turbulencias y mi corazón se aceleraba. Algo hizo click. En mi cabeza hizo click. En mi cuerpo hizo click. Si no había olvidado. Si aunque me fuera ajeno el pasado, menos el de las últimas semanas. Si a pesar de todo estaba de camino a lo desconocido desde lo que ignoro de mi. Es una oportunidad. Soy un afortunado. No necesito que me estudien ni que me digan lo que me pasa. Tengo la gran suerte de poder vivir el presente con la intensidad necesaria para no demorarme por prejuicios e inventar un futuro palmo a palmo. Llegaré a Montevideo y dejaré que la felicidad guíe mis pasos.







miércoles, 17 de octubre de 2012

JOHN.P DESPIERTA

Acabo de olvidar lo último que olvidé. Me cuesta comprender que aún me sorprenda. Lo que sé es que mañana temprano debo estar en Montevideo. El billete descansa al calor de la vela. Intento recordar cómo llegué aquí. Bajé del autobús en Gijón, cerca de la playa de San Lorenzo. La brisa acariciaba la orilla y me acerqué a sentir como el mar me besaba los pies. Era primavera. martes. Cerré los ojos y pude oír como rozaba mis labios el aliento de los principios felices. Una idea abrazaba este momento. Casi parece que una voz deseaba instalarse en mi cabeza. Al girarme veo un cartel en un escaparate: “¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo por primera vez?”. Me acerco al cristal y veo mi rostro reflejarse sonriendo mientras la voz de mi cabeza responde al cartel... Mi primera última vez...

Alguien me toca el hombro.

- ¿Disculpa? ¿Puedes oírme?
- Claro - respondo.
- ¿Quieres entrar?  - sonríe.
- ¿Por qué no? -veo fotografías de lugares exóticos por todas partes y una mesa divertida en la que trabaja la chica que me invita a tomar asiento. Algunos folletos con atractivas ofertas están cómodamente alineados en la estantería del fondo de la estancia.
- ¿Quieres viajar a algún sitio en particular?
- No tengo dinero para pagarlo.
- No pareces ser de esas personas que no tienen dinero.
- Entonces supongo que necesito un trabajo. ¿Me ayudas a encontrar uno? - la chica sonríe y le brillan sus ojos verdes.
- ¿Qué sabes hacer?
- ¿Me podría ganar la vida sonriendo? - y dibujo en mi rostro una demostración de mis habilidades.
- Mi hermano necesita ayuda en su bar. Tiene de baja al socio. Aunque no se si podrá permitirse un empleado.
- No necesito un contrato, tan solo dinero - en el bolsillo del pantalón me quedaban treinta y tres euros, una American Express de la que desconocía su clave, el carnet de conducir; pasaporte en vigor de un tipo parecido a mi pero al que no recordaba, más joven, con el pelo más corto y con un nombre con el que no me identificaba.
- Déjame que hable con él y vuelve a la hora de cierre - su voz suena sincera.
- ¿Me dejas algo para leer?
- ¿Perdona? - dice sorprendida.
Me gusta leer y he olvidado traer un libro - respondo tranquilamente.

- Es tu día de suerte. Ayer un cliente se dejó olvidado uno. No dejó modo de contactar con él.
- Muchas gracias, supongo que tienes razón. Es mi día de suerte.

Era una vieja edición de un libro que escribió Benedetti: “Primavera con una esquina rota”. Tenía una original autodedicatoria escrita a lapicero escondida en la tercera página... “Amada Amanda, por siempre y desde siempre te quise y ni aún hoy te lo dije... (escrito para no olvidar ni compartir) Desde el camerino del Tinglado de Montevideo, abril de 1984. Pablo”.

Salí a la calle. Me senté frente al mar. Y empecé a leer con avidez, buscando el misterio que empujó a Pablo a escribir esas líneas. Investigando donde se encuentra el vínculo que le unía a Amanda. Disfrutaba del momento entregado a la aventura de que algo me sorprenda, cuando encuentro una página más gastada que el resto. Leo, releo y no entiendo el sentido de las palabras que me atrapan. Sin embargo, el rumor de las olas, la tarde despidiéndose del día, una pareja de enamorados paseando por la playa...

"La primavera es como un espejo pero el mío tiene una esquina rota
era inevitable no iba a conservarse enterito después de este quinquenio más bien nutrido
pero aun con una esquina rota el espejo sirve la primavera sirve"

 

A la hora convenida aparezco en la agencia de viajes. Me recibe la chica sonriendo.
 

- Mi hermano quiere conocerte. Por cierto ¿Cómo te llamas?
- Llámame Pablo - miento y sonrío -. ¿Cuál es tu nombre?
- Llámame Wilma - me devuelve la sonrisa y sospecho que también la mentira - Encantada de conocerte, Pablo. - extiende con gracia su brazo hacia mi y así tenemos nuestro primer contacto.

El bar resulta ser un local muy divertido lleno de paisanos que se pasan la tarde escanciando sidra, comiendo patatas al cabrales y todo tipo de platos que presumen de calorías. Enseguida me siento a gusto. Soy la novedad. Hago todo lo que me piden y lo hago contento. El hermano de Wilma me comenta que no puede contratarme pero que le vendría bien una ayuda mientras su socio se recupera y me pregunta por cuánto estaría dispuesto a trabajar. Entonces lo vi claro. Tan solo necesito un lugar donde tumbarme, algo que comer y que el dinero no es prioritario. Si te parece bien, le dije, puedo trabajar para ti hasta ganarme un billete de avión a Montevideo. Sellamos el acuerdo brindando con orujo de miel. Festejamos que ambos salíamos ganando.  Y así fue como unas semanas después me dijo que necesitaba mi nombre completo y número de pasaporte. 


Le entrego el pasaporte y se ríe al descubrir mi verdadero nombre. Brindamos de nuevo por los motivos para ser como cada quien siente que es y, añado, brindemos también por la felicidad, donde quiera que esté... Y en cualquiera de sus formas.

Cuando Wilma entra, nos observa desde la cima esmeralda de su mirada, en ese instante siento que la veo por primera vez. Pide un vaso y brinda.

- ¡Por la felicidad! - nos guiña un ojo y le regalo un beso - ¿Ya estáis borrachos?
- Menos de lo que parece pero más de lo que tolero - dice su hermano -, así que si me disculpáis os dejo a ambos en buena compañía. Hablamos por la mañana.
- Descansa, amigo - le contesto y mirando a Wilma, añado -. No recuerdo haber estado borracho nunca.
- ¿No tienes límite? - vuelve a sonreír.
- ¿Acaso existe? Hace falta toda una vida para aprender a vivir al límite de los límites. De hecho, vivir sin límites no te alarga la vida pero sí la llena... ¿Demasiado vivir la vida en un par de frases, Wilma?
- Eres un tipo extraño y eso te hace interesante. Lo sabes bien. ¿Algún día me dirás cómo te llamas, Pablo?

Me acerqué a su oído como para susurrarle algo. Demoré ese momento para memorizarlo. Y a modo de respuesta, le besé la mejilla y me marché a pasear por las calles de Gijón.

A la mañana siguiente recibí el billete de ida a Montevideo que me había ganado trabajando. Viene a mi el reclamo de la frase del escaparate que vi nada más llegar a la ciudad: “¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo por primera vez?”. Reconozco la sensación de los principios felices y decido compartir con Wilma conceptos que no caben en palabras. Pasar el día juntos. Hacernos futuros viejos amigos.

A la mañana siguiente me despertó una idea feroz. Para todo hay una primera vez, incluso para la última. La imagen que me devolvía el espejo se acercaba más a la de una primera última vez. No volveré a tener un día como el de ayer. Ahora sé lo que es amanecer después del día más feliz. En unas horas, pocas, marcho a otro lugar, con otro mar; a dormir bajo otras estrellas. Apenas está amaneciendo y ya empiezo a cuestionarme lo que quiero, lo que debo o debo hacer. Wilma sigue dormida, jamás vi a nadie descansar sonriendo. Como si estuviera soñando con bailar claqué. Y aún será mejor cuando vuelva a subir las persianas de sus ojos verdes. ¿Sonreirá cuando le diga que me marcho? El billete descansa en la mesilla junto a la vela que encendimos anoche mientras olvido lo último que olvidé.

miércoles, 28 de marzo de 2012

JOHN.P REAPARECE

¿Te imaginas cómo sería levantarte un día y no saber quién eres? ¿Mirarte al espejo y no reconocerte? ¿Que todo a tu alrededor te resulte familiar incluso las personas que salen en las fotos que ves colgadas en tu pared menos al ser que esa mañana está ocupando tu aspecto? Todavía más extraño, ¿Y si fuera más que una sensación, una angustiosa realidad? Busco entre los papeles del dormitorio indicios de mi y en cada intento frustrado aumenta mi desazón. Apenas encuentro algo de dinero y documentación que no me aportan más que inquietud y una extraña sensación de ausencia.

Salgo a la calle a respirar un poco de marzo  en mis pulmones. Ignoro si tengo un trabajo. No recuerdo las claves que me conectan con el mundo; ni móvil, ni correos. Es temprano. Ensayo una sonrisa frente al vendedor de periódicos y le pregunto si sabe quien soy. Me devuelve una sonrisa prudente que no acierto a clasificar. Sin noticias de mi. Ninguna cara conocida. Nadie a quien acudir. Camino decidido. Si alguien reparara en mi, pensaría que se a donde voy; aunque lo que me mueve es un poderoso impulso a dejar atrás la casa donde he amanecido.

En la calle veo a un grupo de personas subiendo a un autobús. Le pregunto al conductor a donde se dirigen. A Gijón me contesta. Ayudo a un matrimonio mayor a subir su equipaje y recibo mi primera sonrisa sincera del día... Gracias, joven, ¿Viaja usted con nosotros? Me dicen. La verdad es que no tengo nada decidido en mi vida actualmente, les contesto. El hombre más mayor se me acerca despacio y me dedica una frase que ya había oído antes sin recordar cuando ni donde, ni entender su profundo significado, pero que en los labios de este hombre adquieren un poder inspirador: “alguna decisión es mejor que ninguna decisión”...

Y así empiezo el viaje.