¿Te imaginas cómo sería levantarte un día y no saber quién eres? ¿Mirarte al espejo y no reconocerte? ¿Que todo a tu alrededor te resulte familiar incluso las personas que salen en las fotos que ves colgadas en tu pared menos al ser que esa mañana está ocupando tu aspecto? Todavía más extraño, ¿Y si fuera más que una sensación, una angustiosa realidad? Busco entre los papeles del dormitorio indicios de mi y en cada intento frustrado aumenta mi desazón. Apenas encuentro algo de dinero y documentación que no me aportan más que inquietud y una extraña sensación de ausencia.
Salgo a la calle a respirar un poco de marzo en mis pulmones. Ignoro si tengo un trabajo. No recuerdo las claves que me conectan con el mundo; ni móvil, ni correos. Es temprano. Ensayo una sonrisa frente al vendedor de periódicos y le pregunto si sabe quien soy. Me devuelve una sonrisa prudente que no acierto a clasificar. Sin noticias de mi. Ninguna cara conocida. Nadie a quien acudir. Camino decidido. Si alguien reparara en mi, pensaría que se a donde voy; aunque lo que me mueve es un poderoso impulso a dejar atrás la casa donde he amanecido.
En la calle veo a un grupo de personas subiendo a un autobús. Le pregunto al conductor a donde se dirigen. A Gijón me contesta. Ayudo a un matrimonio mayor a subir su equipaje y recibo mi primera sonrisa sincera del día... Gracias, joven, ¿Viaja usted con nosotros? Me dicen. La verdad es que no tengo nada decidido en mi vida actualmente, les contesto. El hombre más mayor se me acerca despacio y me dedica una frase que ya había oído antes sin recordar cuando ni donde, ni entender su profundo significado, pero que en los labios de este hombre adquieren un poder inspirador: “alguna decisión es mejor que ninguna decisión”...
Y así empiezo el viaje.