Debo confesarte la verdad de una historia antigua antes de hablarte del Proyecto Paybell. Se trata de uno de esos cuentos que cobran realidad cuando sus protagonistas no están para confirmarlos. Jonathan Paybell no es el verdadero nombre de mi auténtico amo, el que me dio la oportunidad de conocer historias como las que te voy a relatar. Jonathan fue extraordinario, un hombre auténtico. Me gusta ver que algo de él hay en Juan. Es una inspiración el que no todo esté en los genes, es fascinante que la pasión pueda contagiarse y eso es lo que ocurrió con el Proyecto Paybell. Iré al grano. Jonathan no es británico, se crió allí pero no era británico por mucho que se cambiara el nombre tras perder a la poca familia que le quedaba. Su origen es más bien Húngaro, aunque nació en una ciudad que hoy le haría rumano. Tras la caída del Imperio Austrohúngaro después de la Gran Guerra el mapa de Europa sufrió una transformación como no conoció hasta la caída del muro de Berlín. Eso hizo que Jonathan no supiera muy bien cuáles eran sus raíces, de hecho consideraba que era una virtud el no tener raíces a las que acudir. En cierto modo, decía, era como haber sido soldado de la antigua Grecia y llegar a la batalla desembarcando en una isla sin posibilidad de volver atrás porque te habían quemado las naves para hacerlo, así sólo cabía una elección: vencer o morir. A Jonathan le quemaron las naves al nacer, una al poco de hacerlo, la otra la llevo tatuada en la mochila desde que supo que aún vivía.
Te contaré la historia de qué paso cuando vino al mundo como se la contaron a él hace muchos años.
Invierno de 1.918. A los pies del monte Ararat. Ereván. Armenia.
- Miklos, ¿Puedes oírme?. ¿Sabes dónde estás?
- ¿Johan?
- Sí, soy yo, hermano. No te muevas. No hagas esfuerzos. Es importante.
- Johan, ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Julia? ¿Y Nicolás? ¿dónde están?
- Están bien, no te preocupes. Ahora debes cuidarte. Has estado dos días inconsciente. El doctor me ha dicho que no te pondrás bien si no te dejas cuidar. Por favor, no hables y escucha, es muy importante lo que tengo que contarte.
- Johan, dime lo que sea... nada puede ir a peor.
- No hagas esfuerzos, por favor. Miklos, necesito que escuches con mucha atención.
Johan quería ganar tiempo. Sé quitó lentamente las gafas cómo si aún tuviera cristales que limpiar. Le costaba fijar la mirada en la de su hermano menor. Tal vez si pensara con más claridad, si le quedaran fuerzas, podría contarle la verdad. Pero cómo decirle a un moribundo que nunca más vería a su mujer y a su hijo recién nacido. Necesitaba ganar tiempo. Acerco sus manos a las de Miklos. Las aferró con fuerza. Como si pudiera decir con sus dedos lo que no podía decir con los labios. Miklos tenía la cara de su padre. Afilada, firme, con la nariz robusta de la que tanto presumen los Petrius. Los valientes Petrius. Los apátridas. Nacieron húngaros pero morirán rumanos. Lejos quedan las cacerías por la querida Transilvania. La visita obligada a los neveros de la familia. Las fiestas y los bailes en la amada Brasov. Parece que ha pasado más de una vida desde que empezó la Gran Guerra.
El padre de Johan y Miklos, Mircea, nació en Pest, como le gustaba decir. Se crió en ese lado del Danubio. Solía decir también que no había nada más hermoso que ver atardecer desde el puente de las Cadenas que une Pest con Buda. Tal vez lo dijera porque fue allí donde conoció a la que sería su esposa, Marie, asomada al Danubio, una tarde de marzo de 1.863.
Cada vez que ella visitaba Budapest se paraba en la mitad del nuevo puente. Solía ir sola porque decía que allí fue donde su familia se ahogó y le hizo probar el sabor de la soledad después de la gran inundación de 1.839. Ella acababa de nacer un año antes de la crecida del río. Su familia desapareció por completo. A ella la encontraron en un cesto. Como a Moisés, le decían. Junto a la orilla del Danubio, envuelta en mantas y pieles. Una familia transilvana amiga de sus padres la encontró y la cuidó. Esa era su historia. La tragedia se llevó su pasado. Tenía amnesia familiar. Lo poco que llegó a saber de su familia, nunca supo qué tenía de cierto o inventado. Si se lo decían para que sintiera que una vez tuvo padres en lugar de venir, como un milagro, de un río herido. Y cada vez que se asomaba desde el puente de las Cadenas y miraba la respiración del río bajo sus ojos sentía que la memoria de sus seres queridos le acompañaba y daba sosiego, era un ritual necesario y privado que acostumbraba hacer a diario. A Mircea por entonces le gustaba escaparse a pasear por la ciudad que le vio nacer y gastaba ideas mientras caminaba junto al Danubio. Le ayudaba a organizarse, como si el sólo hecho de pisar las calles de Budapest dibujara paso a paso un mapa en su cabeza en el que todo cobraba un sentido lógico. Ese tipo de sentido que no admite ser rebatido, un hecho que existe, no cuestionable, sólido. Le gustaba mucho esa sensación de seguridad serena que le acompañaba al caminar. Así fue como conoció a Marie. Paseando por el puente de las Cadenas. Ella formaba parte de toda la seguridad que alimentaba sus paseos. Cada vez que Mircea caminaba, lo hacía a la misma hora y aunque en ocasiones cambiaba su ruta, lo que era inmutable y nunca dejaba de hacer era ver el atardecer desde el puente. Y lo que también se sumó a esa experiencia que le sosegaba era esa persona asomada al río con la que siempre coincidía. Se acostumbró a verla allí, con la mirada lejana, le resultaba interesante, pero no se atrevió a hablar con ella por no interrumpir su momento y tal vez, también el de él. Con el tiempo olvidaron quien dio el primer paso y si se dijeron algo o sonrieron o si sencillamente dieron por hecho que tenían demasiado en común, así, en silencio, viendo el río pasar, como si temieran descubrir si fuera de ese puente también podrían coincidir. Así ocurrió, con la inevitable naturalidad de la pasión que une. Sintieron el hechizo del puente sobre el Danubio y sintieron como les unía con una pasión que se escapaba a todo lo que hubieran llegado a conocer. Se dejaron guiar por esa pasión, como el agua del río se dejaba guiar por la corriente. Mircea y Marie tardaron poco tiempo en enamorarse y un poco más en conocerse. Marie pasaba temporadas en aquella época cerca de Brasov cuidando de la familia que le salvó la vida. Y Mircea compaginaba la administración de sus tierras a las afueras de Brasov con sus reponsabilidades políticas en el recién nacido gobierno austrohúngaro. Fueron años convulsos y felices en los que tuvieron dos hijos, Miklos y Johan, quienes heredaron los títulos de la familia y también el hambre de conocimiento que tenían los Petrius.
- ¿Me oyes Miklos?
- Sí.
- Bien. Esta es la situación. Al parecer tienes una infección que los doctores no son capaces de controlar. Dicen que no respondes al tratamiento habitual y que no te baja la fiebre. Tus riñones no funcionan como debieran y tienes un alto riesgo de estar sufriendo una necrosis en el páncreas.
- Johan, hermano, por Dios, traduce lo que me cuentas.
- Todo es un poco extraño. Pero probablemente has estado expuesto a algún contaminante externo que te ha dañado gravemente.
- ¿Te refieres a lo que estoy imaginando?
- Sí, Miklos. Lo siento.
- ¿Cuánto me queda, Johan? ¿Podré volver a ver a Julia? ¿Y conocer a mi hijo?
- No tengo respuestas. Pero te prometo que dedicaré mi vida entera en parar lo que está empezando. Tu mujer y el pequeño están bien. Dadas las circunstancias, lo más seguro es que permanezcan donde están. Tú tienes que descansar. Estamos haciendo lo posible por descubrir qué es exactamente lo que te pasa.
- Johan, ambos sabemos que lo que me pasa no es casual - acercó su mano hacia la de su hermano, lentamente, como un susurro -. Ahora debes cumplir una vieja promesa.
- ¿Me pides que arriesgue la vida subiendo esa montaña?- desde la ventana empañada se distinguía la silueta del monte Ararat.- ¿Nunca has pensado que tal vez fuera el sueño de un loco el que nos ha traído hasta aquí?. No te esfuerces en contestar, sabes que cumpliré la promesa.
Hacía frío en la habitación. Apenas queda un mes para la navidad. En la calle se respira agotamiento. Han sido años extraños. Los cristianos armenios parece que han terminado por claudicar. El gobierno niega el genocidio; controla los medios, la propaganda es una máquina poderosa que inunda cada mensaje que llega al pueblo. Los turcos han aprovechado hábilmente la caída del Imperio Ruso. El mundo sigue convulso tras el fin de la Gran Guerra. Y su hermano se muere en silencio. Ajeno a lo que ocurre en el mundo, pero tal vez muera a consecuencia de lo que intentamos evitar. La montaña donde dicen que se hallan los restos del arca de Noé les observa a lo lejos. Y sin nada más que decirse. En privado. Cada cual a su modo, en silencio, memorizó su adiós.
Continuará...