Las verdades se mutilan en las mentes cobardes al igual que el orgullo de una buena decisión se eclipsa tras la luz de una mala idea bien disparada.
Tres hechos se dieron el 20 de diciembre de 1946. Nace la ilegítima bisnieta de Albert Einstein en Barcelona, su madre la llamó Bárbara, para que recordara que no es de este lugar, que su sitio aún está por descubrir; unas horas después James Stewart estrena en New York su primera película desde que volviera de la guerra, la que pensaba que no iba a estar a la altura de interpretar y que finalmente tuvo una fría acogida de público sin ganar ninguno de los cinco Oscar a los que fue nominada, la película se llamaba “Qué bello es vivir” y tuvieron que pasar algunos años para que su director, Frank Capra, fuera reconocido por esta entrañable historia en tiempos convulsos; ese mismo día al sur de Japón tiene lugar el primer tsunami controlado causado por pruebas nucleares en el pacífico, las noticias dirían que el origen fue un terrible terremoto con el epicentro en Nankai, el cual provocó más de mil muertes. Los familiares de los desaparecidos llorarían su desgracia sin entender nunca la fatalidad de sus destinos y la Historia tardará décadas en atreverse a amortiguar su conciencia cuando se desvele la verdad de lo ocurrido diciendo que fue un desafortunado incidente, aunque ese día de arrepentimiento aún no ha llegado. Es curioso que se hable del efecto mariposa como la posibilidad de que un sencillo aleteo provoque un huracán y nadie comente las secuelas que originaron las pruebas nucleares en los fondos marinos después de la segunda guerra mundial. Ese año de 1946 nadie hablaba de las serendipias, de esa sucesión de acontecimientos casuales que provocaban descubrimientos inesperados; hasta entonces Serendib era un lugar, la antigua Ceilán, la actual Sri Lanka; pocos saben que Serendib era un nombre que aparecía en una curiosa fábula persa llamada “Los tres príncipes de Serendib”. En ese día de diciembre se reunieron los ingredientes de un coctel que daría la vuelta al mundo. Casi dos años después de ese 20 de diciembre, ya agotando el año 1.948, fue cuando Nicolás Petrius vio por primera vez la película de Frank Capra y decidió cambiar su nombre por el de Jonathan Paybell, ese mismo día a la salida del cine -y en este orden- tropezó y conoció a su hija Bárbara; y ese preciso día también le informaron al llegar a su hotel que debía marcharse la mañana siguiente a Ceilán, la antigua Serendib, para investigar unos restos que habían aparecido en un barco a la deriva, al parecer se trataba de un pesquero desaparecido dos años antes, después de un tsunami, cerca de un puerto al sur de Japón llamado Honshu y la carga que allí encontraron distaba mucho de ser pescado. Que todos estos acontecimientos se dieran a la vez podría parecer casual e incluso, tal vez, lo fuera. Lo cierto es que casi dos años después del incidente del tsunami en las costas de Japón, el estreno de “Qué bello es vivir” y el nacimiento de la bastarda bisnieta de Albert Einstein volvían a cruzarse todos los eventos con el añadido de que aparecía en escena Nicolás Petrius, hijo de Julia y Miklos Petrius, dos seres que se conocieron en un mundo en ruinas y que se amaron rompiendo cualquier convención social. Julia se quedó embarazada con 16 años y él ya rondaba los cuarenta. Miklos era el primogénito de una respetable familia Húngara y ella fue la hija que Milena y Albert Einstein tuvieron que dar en adopción tras quedarse embarazados fuera del matrimonio y sucumbir a las presiones de la influyente familia de Milena que llegaron hasta las últimas consecuencias. Milena era una mujer admirable que destacaba por su privilegiada inteligencia y nadie le permitió que tirara por tierra su prometedor futuro mezclando su talento con ese judío tan extraño que malgastaba su brillante formación trabajando en una firma de patentes. Aún así siguieron juntos a pesar de las desavenencias familiares y juntos crearon una familia y, de paso, la teoría de la relatividad, los demás descubrimientos científicos fueron exclusivos de Albert al quedar Milena relegada al papel de consorte; sumisión machista a la que jamás llegó a acostumbrarse, ni a ese rol ni a las infidelidades de su genial marido. Nunca supieron que su preciosa hija siguió viva, les hicieron creer que murió al poco de nacer. Y la pequeña Julia creció como una más de la familia de los Petrius a orillas del Danubio junto a una villa en el lado de Pest con vistas a Buda y al puente de las cadenas. Así fue hasta que estalló la Gran Guerra y todo cambió dramáticamente. Fue Miklos el primero que le salvó la vida a Julia, que apenas tenía quince años, cuando estuvo a punto de ser presa de los peores instintos de unos soldados borrachos y hambrientos una noche de luna ausente. Y después fue ella quien le salvó la vida cuando huían de su querida patria desmembrada una tarde de cielo triste. No se merecían ser juzgados por amarse con la pasión de almas que no saben de edades. Es verdad que él era mucho mayor que ella, tan verdad como que el horror que se vivía por toda Europa rompía cualquier vestigio de justicia moral para exigirles que no sucumbieran a la atracción que sentían el uno por el otro. Fue Miklos quien le confesó la historia de sus verdaderos padres y ella se entregó a él como si quisiera quemar su pasado vistiendo cada noche con el ardiente deseo de un mañana incierto. La muerte andaba al acecho y sus cuerpos invocaban a la vida cada nuevo amanecer. Así fue como concibieron a Nicolás. Y no solo le concibieron a él sino que urdieron un plan para acabar con la barbarie. Miklos y Julia compartían tanta inteligencia como pasión y juntos investigaron las nuevas formas de hacer la guerra con sustancias químicas. Se unieron a un grupo de científicos con los que compartían la activa necesidad de ser protagonistas y no comparsas. Sólo hallaron un problema y ese fue el viento. El aire no sopla a favor de ningún bando, es neutral. Por ese motivo las primeras pruebas con guerra química causaron tantas bajas en ambos bandos y por ese motivo se dejaron de usar, salvo cuando se lanzaba desde esos nuevos artilugios que surcaban el cielo con su ruido infernal. Lo que idearon el grupo de científicos fue más allá de su propósito inicial. Intentaron encontrar un antídoto que les protegiera de los efectos de las sustancias químicas pero no siempre los planes salen como uno desea. Ese fue el motivo que hizo que Miklos se contaminara y por esa razón murió. La joven Julia, con apenas diecisiete años recién cumplidos y un pequeño en su regazo se volvía a encontrar desamparada. Nicolás tuvo una infancia poco común, pero esa es otra historia que tiempo habrá para ser contada. Con el tiempo Nicolás conoció la historia de sus ya famosos abuelos a los que nunca perdonó que abandonaran a su madre, a ella, su valiente madre que supo luchar contra cualquier falsa moral y prejuicios perversos. Nicolás creció tan inteligente como rebelde y esa mezcla le animó a combatir por causas que él creía afines a sus apasionados ideales. Pronto aprendería decepcionado como cualquier ideal que se imponga por la violencia es aplastado por su propia violencia. Eso le pasó en España apoyando al débil bando republicano. Allí conoció a una hermosa joven catalana de la que se enamoró nada más oírla pronunciar su nombre: “Lucía”; lo pronunciaba con tanta gracia que sus letras parecían bailar en sus labios... “Lucía”. Terminó la guerra y Nicolás tuvo que huir. Quiso que ella le siguiera pero no hubo manera de hacerla abandonar su país, decía que si se iban todos los que tenían memoria no quedaría nadie que les recordara lo que había pasado a los que vinieran después. Así Nicolás marchó a proseguir sus eternamente interrumpidos estudios de física en Lausana. Poco a poco la Alemania Nazi se hacía imparable y volvieron a latir por sus venas unas rabiosas energías que no sabía definir, como si la muerte de su padre, Miklos, en la cama de un hospital armenio, lejos de su casa, a cientos de kilometros de todo lo que le recordara un final feliz le reclamara una deuda de honor. Tal vez lleve en su sangre la necesidad de ir a lugares remotos cuando siente dolor en su corazón. Así llegó al desierto y así llegué yo a él, como por azar, los dados nos fueron favorables y cayeron del lado de la flor; así definen los árabes al azar, como la flor de la suerte dibujada en una taba. El azar quiso que la flor de nuestra suerte fuera la flor de lis y así fuimos a Francia a unirnos a la resistencia. Esta vez si ganamos y le pareció la mejor manera de celebrarlo el regresar a Barcelona a reencontrarse con Lucía. En el camino dejó buenos amigos y muchas historias. Pisó el puerto para celebrar la entrada del nuevo año de 1.946. Buscó trabajo primero como traductor, luego como profesor y finalmente como físico para un laboratorio alemán que acababa de instalarse a las afueras de la ciudad. En apenas dos meses había progresado bastante. Fue cuando salió a celebrar su éxito que la vio, junto a la barra de un bar del barrio gótico, aún más hermosa, con el pelo teñido de pelirrojo y los labios de un carmesí que trataban de disimular su fracaso como quien lleva un antifaz para no ser reconocido. No ganó su revolución, ni su memoria valía para recordarle nada a los vencidos. Lo primero que sintió al verla fue compasión y decidió inundar esa sensación de un trago para ahogar la pena en el fondo de su copa. Él se acercó a traición, por la espalda, y le susurró al oído un “Lucía” con olor a malta, ella se giró al instante como quien acabara de escuchar a un fantasma. No hubo preguntas, no hubo palabras, tan solo roces que sabían a “gracias” y una mirada que reclamaba lágrimas. El la besó y ella le tatuó su mano en la cara de una bofetada. Él se palpó la cara como quien quisiera memorizar el tacto violento del aplauso impar en su mejilla y ella se avergonzó enseguida dibujando un abrazo largo, intenso, irreprochable. Esa noche hicieron el amor y sus cuerpos parecían inventar tangos y milongas. Esa noche fue su primera última noche hasta que se volvieron encontrar a la salida de un cine, casi tres años después una tarde de diciembre y tropezaron, él con el carrito que llevaba a su hija, a la pequeña Bárbara y ella tropezó con su amor imposible. Él aún tenía el corazón encogido por ver a James Stewart haciendo sonar una campana que hiciera que un ángel se ganara las alas y tropezó con su pequeña antes de saber que era suya. Lucía ahora estaba casada, con un buen hombre, decía. Y en cada explicación que ella daba él escuchaba el lejano rugir de una marcha fúnebre. Les acompañó a su casa y se despidió de Bárbara con un beso y un “hasta la vuelta, mi niña”. Esa noche fue al mismo bar del barrio gótico donde se reencontró con Lucía, lo que quedaba de ella y ahogó en wiskis a Nicolás Petrius y bautizó con ginebras a Jonathan Paybell. Jonatan es nombre hebreo que significa “el don de Dios”, quiso ponerle una “h” para que sonara anglosajón y Paybell era una manera de recordar que tenía una nueva misón a la que dedicar su vida: “Comprar campanas”, que los ángeles, como Bárbara, se ganen sus alas haciendo sonar campanas, al igual que el ángel que le salvó la vida a James Stewart en “Qué bello es vivir”
Jonathan se levantó temprano, apenas llevaba más equipaje que una bolsa de lona y esta vieja mochila que te cuenta historias que no leerás en los libros, que no oirás por las calles y que son tan verdad como el contaminado aire que respiras.
Al llegar al puerto de Barcelona le esperaban dos viejos amigos con los que coincidió al entrar a colaborar con el bando republicano durante la Guerra Civil española y después con la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial: Marcus Colombo, un simpático suizo de origen escandinavo al que Jonathan le tenía en gran estima y Alejandro Castiella, el hombre con la inteligencia más intuitiva que había conocido y al que había llevado a trabajar con él al laboratorio alemán en el que pasó los últimos años en Barcelona. El abrazo que se dieron al verse compensó las penalidades por las que habían tenido que pasar durante todo este tiempo.
- Marcus, veo que los excesos empiezan a acomodarse en tu barriga - comentó Jonathan.
- A la misma velocidad que tu frente se aproxima a tu culo, amigo - Y la carcajada de ambos acabo por contagiar a Alejandro, que seguía sumido en su timidez, como hacía cada vez que se encontraba con alguien que hacía tiempo que no veía.
- Me alegra verte, Nicolás, te veo bien.
- ¿No estarás tratando de seducirme? Mira que vamos a pasar mucho tiempo juntos en aquella bañera - señaló al barco que les guiaría a su destino - y no se si podré resistirme a tus encantos, granuja - bromeó guiñándole un ojo y acercándose a darle un sonoro beso en cada sonrosado moflete.
Cualquiera que viera la escena pensaría en una reunión de estibadores borrachos apunto de empezar una juerga. Y esa es la imagen que pretendían dar para no levantar sospechas. La de buenos camaradas que se encuentran compartiendo hazañas en la barra de la taberna más próxima.
- Por cierto, ya no me llamo Nicolás. Ahora me llamo Jonathan Paybell. Para vosotros, Sr. Paybell.
- Se veía venir - dijo el grandullón de Marcus - era cuestión de tiempo que tanto sol acabara por trastornarte. Desde que volviste de Africa no eres el mismo, primero lo de esa mochila que no sueltas como si tu vida dependiera de ella. ¿Acaso piensas que tendrás el mismo final que su último dueño si la abandonas? ¿Estará maldita? Ja, Nicolás, Jonathan o Sr. Regadera, como sea que quieres llamarte. Me da igual, si te haces mariquita, te das a la locura o me escribes un poema. Debes saber que siempre seré tu amigo, loco. También me alegra verte. Tenemos mucho que contarnos. Tú también, tarado de pacotilla - gritó al tímido de Alex-. Esta noche brindaremos y mañana será otro día, que el mundo seguirá cuando nosotros no estemos.
- Si que tenemos mucho que contarnos, viejo. El mundo ha cambiado tanto que a veces uno cambia de bando sin saberlo.
Alejandro les escuchaba con la sonrisa cada vez más relajada mientras observaba el cascarón al que iban a embarcar rumbo al índico y que tenía por nombre Simbad. El mismo del que hablaba Scherezade para salvar su vida en sus cuentos de las mil y una noches. Simbad hizo siete viajes y el sexto, el más épico le llevó a la isla de Serendib donde naufragó y fue salvado por su rey, que le trató como a un hijo. Ellos harían ese viaje mil años después y no saben si naufragarán como Simbad o reinventarán la historia persa siendo los nuevos tres republicanos de serendib...
Tres hechos se dieron el 20 de diciembre de 1946. Nace la ilegítima bisnieta de Albert Einstein en Barcelona, su madre la llamó Bárbara, para que recordara que no es de este lugar, que su sitio aún está por descubrir; unas horas después James Stewart estrena en New York su primera película desde que volviera de la guerra, la que pensaba que no iba a estar a la altura de interpretar y que finalmente tuvo una fría acogida de público sin ganar ninguno de los cinco Oscar a los que fue nominada, la película se llamaba “Qué bello es vivir” y tuvieron que pasar algunos años para que su director, Frank Capra, fuera reconocido por esta entrañable historia en tiempos convulsos; ese mismo día al sur de Japón tiene lugar el primer tsunami controlado causado por pruebas nucleares en el pacífico, las noticias dirían que el origen fue un terrible terremoto con el epicentro en Nankai, el cual provocó más de mil muertes. Los familiares de los desaparecidos llorarían su desgracia sin entender nunca la fatalidad de sus destinos y la Historia tardará décadas en atreverse a amortiguar su conciencia cuando se desvele la verdad de lo ocurrido diciendo que fue un desafortunado incidente, aunque ese día de arrepentimiento aún no ha llegado. Es curioso que se hable del efecto mariposa como la posibilidad de que un sencillo aleteo provoque un huracán y nadie comente las secuelas que originaron las pruebas nucleares en los fondos marinos después de la segunda guerra mundial. Ese año de 1946 nadie hablaba de las serendipias, de esa sucesión de acontecimientos casuales que provocaban descubrimientos inesperados; hasta entonces Serendib era un lugar, la antigua Ceilán, la actual Sri Lanka; pocos saben que Serendib era un nombre que aparecía en una curiosa fábula persa llamada “Los tres príncipes de Serendib”. En ese día de diciembre se reunieron los ingredientes de un coctel que daría la vuelta al mundo. Casi dos años después de ese 20 de diciembre, ya agotando el año 1.948, fue cuando Nicolás Petrius vio por primera vez la película de Frank Capra y decidió cambiar su nombre por el de Jonathan Paybell, ese mismo día a la salida del cine -y en este orden- tropezó y conoció a su hija Bárbara; y ese preciso día también le informaron al llegar a su hotel que debía marcharse la mañana siguiente a Ceilán, la antigua Serendib, para investigar unos restos que habían aparecido en un barco a la deriva, al parecer se trataba de un pesquero desaparecido dos años antes, después de un tsunami, cerca de un puerto al sur de Japón llamado Honshu y la carga que allí encontraron distaba mucho de ser pescado. Que todos estos acontecimientos se dieran a la vez podría parecer casual e incluso, tal vez, lo fuera. Lo cierto es que casi dos años después del incidente del tsunami en las costas de Japón, el estreno de “Qué bello es vivir” y el nacimiento de la bastarda bisnieta de Albert Einstein volvían a cruzarse todos los eventos con el añadido de que aparecía en escena Nicolás Petrius, hijo de Julia y Miklos Petrius, dos seres que se conocieron en un mundo en ruinas y que se amaron rompiendo cualquier convención social. Julia se quedó embarazada con 16 años y él ya rondaba los cuarenta. Miklos era el primogénito de una respetable familia Húngara y ella fue la hija que Milena y Albert Einstein tuvieron que dar en adopción tras quedarse embarazados fuera del matrimonio y sucumbir a las presiones de la influyente familia de Milena que llegaron hasta las últimas consecuencias. Milena era una mujer admirable que destacaba por su privilegiada inteligencia y nadie le permitió que tirara por tierra su prometedor futuro mezclando su talento con ese judío tan extraño que malgastaba su brillante formación trabajando en una firma de patentes. Aún así siguieron juntos a pesar de las desavenencias familiares y juntos crearon una familia y, de paso, la teoría de la relatividad, los demás descubrimientos científicos fueron exclusivos de Albert al quedar Milena relegada al papel de consorte; sumisión machista a la que jamás llegó a acostumbrarse, ni a ese rol ni a las infidelidades de su genial marido. Nunca supieron que su preciosa hija siguió viva, les hicieron creer que murió al poco de nacer. Y la pequeña Julia creció como una más de la familia de los Petrius a orillas del Danubio junto a una villa en el lado de Pest con vistas a Buda y al puente de las cadenas. Así fue hasta que estalló la Gran Guerra y todo cambió dramáticamente. Fue Miklos el primero que le salvó la vida a Julia, que apenas tenía quince años, cuando estuvo a punto de ser presa de los peores instintos de unos soldados borrachos y hambrientos una noche de luna ausente. Y después fue ella quien le salvó la vida cuando huían de su querida patria desmembrada una tarde de cielo triste. No se merecían ser juzgados por amarse con la pasión de almas que no saben de edades. Es verdad que él era mucho mayor que ella, tan verdad como que el horror que se vivía por toda Europa rompía cualquier vestigio de justicia moral para exigirles que no sucumbieran a la atracción que sentían el uno por el otro. Fue Miklos quien le confesó la historia de sus verdaderos padres y ella se entregó a él como si quisiera quemar su pasado vistiendo cada noche con el ardiente deseo de un mañana incierto. La muerte andaba al acecho y sus cuerpos invocaban a la vida cada nuevo amanecer. Así fue como concibieron a Nicolás. Y no solo le concibieron a él sino que urdieron un plan para acabar con la barbarie. Miklos y Julia compartían tanta inteligencia como pasión y juntos investigaron las nuevas formas de hacer la guerra con sustancias químicas. Se unieron a un grupo de científicos con los que compartían la activa necesidad de ser protagonistas y no comparsas. Sólo hallaron un problema y ese fue el viento. El aire no sopla a favor de ningún bando, es neutral. Por ese motivo las primeras pruebas con guerra química causaron tantas bajas en ambos bandos y por ese motivo se dejaron de usar, salvo cuando se lanzaba desde esos nuevos artilugios que surcaban el cielo con su ruido infernal. Lo que idearon el grupo de científicos fue más allá de su propósito inicial. Intentaron encontrar un antídoto que les protegiera de los efectos de las sustancias químicas pero no siempre los planes salen como uno desea. Ese fue el motivo que hizo que Miklos se contaminara y por esa razón murió. La joven Julia, con apenas diecisiete años recién cumplidos y un pequeño en su regazo se volvía a encontrar desamparada. Nicolás tuvo una infancia poco común, pero esa es otra historia que tiempo habrá para ser contada. Con el tiempo Nicolás conoció la historia de sus ya famosos abuelos a los que nunca perdonó que abandonaran a su madre, a ella, su valiente madre que supo luchar contra cualquier falsa moral y prejuicios perversos. Nicolás creció tan inteligente como rebelde y esa mezcla le animó a combatir por causas que él creía afines a sus apasionados ideales. Pronto aprendería decepcionado como cualquier ideal que se imponga por la violencia es aplastado por su propia violencia. Eso le pasó en España apoyando al débil bando republicano. Allí conoció a una hermosa joven catalana de la que se enamoró nada más oírla pronunciar su nombre: “Lucía”; lo pronunciaba con tanta gracia que sus letras parecían bailar en sus labios... “Lucía”. Terminó la guerra y Nicolás tuvo que huir. Quiso que ella le siguiera pero no hubo manera de hacerla abandonar su país, decía que si se iban todos los que tenían memoria no quedaría nadie que les recordara lo que había pasado a los que vinieran después. Así Nicolás marchó a proseguir sus eternamente interrumpidos estudios de física en Lausana. Poco a poco la Alemania Nazi se hacía imparable y volvieron a latir por sus venas unas rabiosas energías que no sabía definir, como si la muerte de su padre, Miklos, en la cama de un hospital armenio, lejos de su casa, a cientos de kilometros de todo lo que le recordara un final feliz le reclamara una deuda de honor. Tal vez lleve en su sangre la necesidad de ir a lugares remotos cuando siente dolor en su corazón. Así llegó al desierto y así llegué yo a él, como por azar, los dados nos fueron favorables y cayeron del lado de la flor; así definen los árabes al azar, como la flor de la suerte dibujada en una taba. El azar quiso que la flor de nuestra suerte fuera la flor de lis y así fuimos a Francia a unirnos a la resistencia. Esta vez si ganamos y le pareció la mejor manera de celebrarlo el regresar a Barcelona a reencontrarse con Lucía. En el camino dejó buenos amigos y muchas historias. Pisó el puerto para celebrar la entrada del nuevo año de 1.946. Buscó trabajo primero como traductor, luego como profesor y finalmente como físico para un laboratorio alemán que acababa de instalarse a las afueras de la ciudad. En apenas dos meses había progresado bastante. Fue cuando salió a celebrar su éxito que la vio, junto a la barra de un bar del barrio gótico, aún más hermosa, con el pelo teñido de pelirrojo y los labios de un carmesí que trataban de disimular su fracaso como quien lleva un antifaz para no ser reconocido. No ganó su revolución, ni su memoria valía para recordarle nada a los vencidos. Lo primero que sintió al verla fue compasión y decidió inundar esa sensación de un trago para ahogar la pena en el fondo de su copa. Él se acercó a traición, por la espalda, y le susurró al oído un “Lucía” con olor a malta, ella se giró al instante como quien acabara de escuchar a un fantasma. No hubo preguntas, no hubo palabras, tan solo roces que sabían a “gracias” y una mirada que reclamaba lágrimas. El la besó y ella le tatuó su mano en la cara de una bofetada. Él se palpó la cara como quien quisiera memorizar el tacto violento del aplauso impar en su mejilla y ella se avergonzó enseguida dibujando un abrazo largo, intenso, irreprochable. Esa noche hicieron el amor y sus cuerpos parecían inventar tangos y milongas. Esa noche fue su primera última noche hasta que se volvieron encontrar a la salida de un cine, casi tres años después una tarde de diciembre y tropezaron, él con el carrito que llevaba a su hija, a la pequeña Bárbara y ella tropezó con su amor imposible. Él aún tenía el corazón encogido por ver a James Stewart haciendo sonar una campana que hiciera que un ángel se ganara las alas y tropezó con su pequeña antes de saber que era suya. Lucía ahora estaba casada, con un buen hombre, decía. Y en cada explicación que ella daba él escuchaba el lejano rugir de una marcha fúnebre. Les acompañó a su casa y se despidió de Bárbara con un beso y un “hasta la vuelta, mi niña”. Esa noche fue al mismo bar del barrio gótico donde se reencontró con Lucía, lo que quedaba de ella y ahogó en wiskis a Nicolás Petrius y bautizó con ginebras a Jonathan Paybell. Jonatan es nombre hebreo que significa “el don de Dios”, quiso ponerle una “h” para que sonara anglosajón y Paybell era una manera de recordar que tenía una nueva misón a la que dedicar su vida: “Comprar campanas”, que los ángeles, como Bárbara, se ganen sus alas haciendo sonar campanas, al igual que el ángel que le salvó la vida a James Stewart en “Qué bello es vivir”
Jonathan se levantó temprano, apenas llevaba más equipaje que una bolsa de lona y esta vieja mochila que te cuenta historias que no leerás en los libros, que no oirás por las calles y que son tan verdad como el contaminado aire que respiras.
Al llegar al puerto de Barcelona le esperaban dos viejos amigos con los que coincidió al entrar a colaborar con el bando republicano durante la Guerra Civil española y después con la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial: Marcus Colombo, un simpático suizo de origen escandinavo al que Jonathan le tenía en gran estima y Alejandro Castiella, el hombre con la inteligencia más intuitiva que había conocido y al que había llevado a trabajar con él al laboratorio alemán en el que pasó los últimos años en Barcelona. El abrazo que se dieron al verse compensó las penalidades por las que habían tenido que pasar durante todo este tiempo.
- Marcus, veo que los excesos empiezan a acomodarse en tu barriga - comentó Jonathan.
- A la misma velocidad que tu frente se aproxima a tu culo, amigo - Y la carcajada de ambos acabo por contagiar a Alejandro, que seguía sumido en su timidez, como hacía cada vez que se encontraba con alguien que hacía tiempo que no veía.
- Me alegra verte, Nicolás, te veo bien.
- ¿No estarás tratando de seducirme? Mira que vamos a pasar mucho tiempo juntos en aquella bañera - señaló al barco que les guiaría a su destino - y no se si podré resistirme a tus encantos, granuja - bromeó guiñándole un ojo y acercándose a darle un sonoro beso en cada sonrosado moflete.
Cualquiera que viera la escena pensaría en una reunión de estibadores borrachos apunto de empezar una juerga. Y esa es la imagen que pretendían dar para no levantar sospechas. La de buenos camaradas que se encuentran compartiendo hazañas en la barra de la taberna más próxima.
- Por cierto, ya no me llamo Nicolás. Ahora me llamo Jonathan Paybell. Para vosotros, Sr. Paybell.
- Se veía venir - dijo el grandullón de Marcus - era cuestión de tiempo que tanto sol acabara por trastornarte. Desde que volviste de Africa no eres el mismo, primero lo de esa mochila que no sueltas como si tu vida dependiera de ella. ¿Acaso piensas que tendrás el mismo final que su último dueño si la abandonas? ¿Estará maldita? Ja, Nicolás, Jonathan o Sr. Regadera, como sea que quieres llamarte. Me da igual, si te haces mariquita, te das a la locura o me escribes un poema. Debes saber que siempre seré tu amigo, loco. También me alegra verte. Tenemos mucho que contarnos. Tú también, tarado de pacotilla - gritó al tímido de Alex-. Esta noche brindaremos y mañana será otro día, que el mundo seguirá cuando nosotros no estemos.
- Si que tenemos mucho que contarnos, viejo. El mundo ha cambiado tanto que a veces uno cambia de bando sin saberlo.
Alejandro les escuchaba con la sonrisa cada vez más relajada mientras observaba el cascarón al que iban a embarcar rumbo al índico y que tenía por nombre Simbad. El mismo del que hablaba Scherezade para salvar su vida en sus cuentos de las mil y una noches. Simbad hizo siete viajes y el sexto, el más épico le llevó a la isla de Serendib donde naufragó y fue salvado por su rey, que le trató como a un hijo. Ellos harían ese viaje mil años después y no saben si naufragarán como Simbad o reinventarán la historia persa siendo los nuevos tres republicanos de serendib...