Mi línea de la vida es demasiado corta, pero lo que me marcó, lo que me hizo pensar, más allá de lo que ella me dijera horas después de leerme la mano, fue la sensación que me acompañó cuando su único gesto hacia mi fue el de apretarme la cabeza con sus dedos y darme un beso en la frente. Mi línea de la vida es corta, demasiado, ahora lo se, aunque lo sospechaba desde hacía tiempo. He pasado los cuarenta, no tengo hijos, no tengo pareja, no valoro el dinero, tampoco tengo deudas, ni enfermedades y he logrado rodearme de buenos afectos sinceros en este tiempo, de recuperar el sentido de lo que es auténtico. Pero mi línea de la vida es breve, apenas un surco delgado, tenue, sinuoso, como si pretendiera simular una tímida y débil luna barriguda envuelta en piel. Ignoro qué es lo que lo que le movió a pedir que le mostrara mi mano ni qué vio cuando escrutó sorprendida los pliegues de mi palma. Probablemente estuviera actuando, el ambiente conspiraba hacia lo superficial, no había oportunidad para un melodrama. Celebrábamos la fiesta del fin del mundo, una de ellas, la última. La mujer que me leyó la palma de la mano vino acompañando a mi amiga Parola, se llamaba Maha y supuse que acudían como pareja; no se trataba de una simple sospecha apoyada en experiencias previas, sino que más bien se debía a que deseaba que fuera un hecho consumado el que esa chica fuera su pareja, con ese punto exótico, que se que le atrae a mi amiga. Tal vez fuera árabe, ¿o podría ser hindú? ¿o se trataba de una broma de Parola? Porque ella es actriz, como podría haber sido psicóloga terapeuta o taxista en el Cairo o domadora de niños, porque no concibe dedicarse a vivir de algo que no le exija de usar su lúcida inteligencia, su fértil imaginación o su curiosidad feroz. Además de ser una gran y absolutamente desconocida actriz que vacuna con humor sutil cualquier conato de tensión que noten sus sensores de buen rollo, Parola es famosa por sus extravagancias. Es la única de mis amistades que ha formado parte de un reality de televisión, aunque procura evitar que se hable de ello. Nos conocimos una intensa tarde de otoño, uno de esos días raros en que aún sentía bajón, en los tiempos de recién divorciado, en esos días que necesitas que alguien te llame, que pueda notar que necesitas un abrazo, pero no tienes fuerza para tomar la iniciativa, porque uno no es de los que pide, es de los que da. Y cuando una persona es así, de no pedir aunque necesite, como si bastara con desear algo para que se hiciera posible, y ese algo no llega, una persona así no se permite caer, lucha, porque sabe que los momentos malos son necesarios para aprender a disfrutar más de los buenos. Y esa tarde estaba en uno de esos días raros, sí, en que me decían que estaba tirando la vida por la borda divorciándome, que pocos entendieron que me estaba apagando en una cómoda y anestesiada existencia enferma de inercia, de un esto es lo que hay. Esos días que salía a pasear por Madrid, sin más rumbo que dejarme guiar por rincones que veía con ojos nuevos, pausados. Esos días en que no quería llorar, ni estar triste, con tal de no dar la razón a los que me decían que sufriría, que estaría triste. Empezó a chispear cuando estaba cerca de la plaza del dos de Mayo, agradecí que fuera el cielo quien llorara por mi, en ocasiones pienso que es un aliado, porque esas gotas me hicieron entrar en un local en el cual, por casualidad vi que anunciaban obras de microteatro. Había oído hablar que eran obras breves en espacios diminutos. Y pregunté si me recomendaban alguna obra en especial. Había cinco salas, más bien eran habitaciones como pude comprobar después. Cabían apenas nueve personas de pie en cada sala. Y vi un cartel que anunciaba una obra llamada los estados del amor y allí que fui, Fue entonces cuando vi por primera vez a Parola, ella estaba vestida con un espectacular camisón transparente, con su cuerpo estirado, las piernas bien juntas, los brazos caídos con elegancia rozando su silueta, tan sólo con ligeros movimientos en su cara y en su cuerpo, sin emitir una sola palabra, mientras sonaba una versión del "a case of you" de Joni Mitchell interpretado por la camaleónica y sensible voz de James Blake. El ambiente estaba poseído por una atmósfera de emoción contenida..."justo antes de que nuestro amor se perdiera dijiste: soy tan constante como la estrella del norte"... Y ella me miró a los ojos como quien clavara su bandera en un planeta deshabitado... "Si me quieres estaré en el bar, en el dorso de un posavasos dibujé un mapa de Canadá con tu cara esbozada dos veces". Mi mente volaba hechizada a través de sus pupilas, buscando un faro que prometiera el hogar deseado, escuchando, sintiendo, observando con la deriva a cuestas... "el amor son las almas tocándose". Y temblé en silencio, con la respiración contenida porque sabía que nunca había estado enamorado como decía esa canción y ella, parada, con movimientos suaves como rumores perfectos tatuándole verdades al aire me recordaba lo que no quería saber, que no había amado aún... "Me encontré a una mujer, conocía tu vida, conocía tus demonios y tus hazañas y me dijo: ve hacia él, quédate con él si puedes, pero prepárate a sangrar"... La voz latía al compás de su camisón, explorando, viajando por los inciertos mundos posibles que habitaban en la memoria de los que allí estábamos presentes... "Pero estás en mi sangre, eres mi vino, tan amargo y tan dulce, podría beberme una caja entera de ti, cariño, y todavía me mantendría en pie". Al acabar la canción, cuando se estrenaron los primeros aplausos, ella sonrió con la timidez del que ha sido travieso sin serlo habitualmente y me acerqué a darle las gracias por aquel regalo que acababa de desenvolver, sin sospechar lo que bullía en mi interior. Me llamo Pablo, le dije. Encantada, Pablo, yo soy Amparo, aunque todos me llaman Parola. Así fue nuestro primer encuentro. Y ahí empezamos a hablar, porque me gustan las personas que no te dejan indiferente. De eso hace cuatro años. Parola es ahora mi mejor amiga, mi confidente, la que me enseñó que juzgar es el privilegio de los temerosos, que del temor también se aprende y que la tolerancia es un idioma, no una palabra. Esa noche, en la que aprendí que había sido valiente apostando por un incierto futuro en lugar de un plácido futuro desapasionado, salimos por Chueca hasta cerrar el "Why not". Allí trabajaba su chica de entonces, no recuerdo su nombre, pero sí que era de Sierra Leona, y eso no se olvida fácilmente, las primeras veces no son fáciles de olvidar. Parola no había cruzado ninguna frontera en su vida, pero de las parejas que he conocido de ella, tan solo una había nacido en Madrid, las demás eran nacidas o en países discretos, de los que se oye hablar poco, o en lugares intensos, de los que no saben de desidias. Aún no le he preguntado el motivo por el que no repite nacionalidad en sus relaciones. Por eso cuando le pregunté a Maha de dónde era, sospeché que era su pareja. De El Cairo, respondió. Dijo El Cairo y no Egipto, y agradecí que no fuera de la capital de Bután porque me hubiera costado ubicarla. Recuerdo que pensé que por algún motivo a algunas personas les resulta más natural decir que son de su ciudad antes que de su país. Y Maha había nacido en El Cairo y, según decía, tenía el don de leer la mano, aunque su madre era la verdadera institución en la materia y ella se ganara la vida dando clases de árabe. Imaginaba a Parola, tan divertida ella, tan de sorprenderse por todo, dejarse seducir por los embrujos de Sherezade cada vez que estaba con Maha. Los invitados seguían festejando que los mayas tampoco estaban en lo cierto con su teoría del fin del mundo. Curiosa celebración, por cierto, está de más decirlo. No hay década que no suceda una advertencia que recuerde lo efímero de nuestra existencia. y tampoco hay ocasión en que, a pesar de intuir que la hecatombe es falsa, me plantee el que alguna vez alguien acertará. Supongo que cuando una vida se apaga, algo del fin del mundo se hizo cierto. Al menos para ese humano. Cuando algún ser querido se va, el consuelo pierde capacidad de influencia a pesar de lo que suele creerse. Si te ha pasado, entenderás mejor de lo que hablo, porque me costaría explicarlo. El dolor de una pérdida es tan personal que no importa lo que nadie te diga. Conocemos los protocolos, frases hechas, sin duda cargadas de buenas intenciones. No suele faltar quien te diga que "la vida sigue". Y uno no puede evitar asentir tristemente, porque es verdad, la vida sigue, solo que lo hace en minúscula.
Me pregunto si realmente existe la habilidad de leer la palma de la mano. Confirmo mi ignorancia sobre este asunto, como del de muchos otros. Probablemente por ese motivo me atraiga el tema. La ignorancia es amiga de la imaginación. Al ver mi mano, Maha me abrazó, ¿por qué razón lo haría? recuerdo que la debí mirar extrañado, sin sentirme ofendido, como mucho, algo intrigado. Ella amagó un divertido gesto de reproche apretándome la sien con sus pulgares, pero se quedó en eso, en tentativa, porque usó sus manos frías y morenas para sujetarme la cabeza. ¿No vas a decirme nada? pregunté. Luego, respondió, alejándose. Era sábado, veintidós de Diciembre de 2012. El día después del solsticio que provocaría el fin del mundo, según los mayas. Tenía todo el sentido celebrar que realmente no hubieran acertado. Aunque en teoría, según algunos intérpretes, representaba el comienzo de una nueva era de transformación espiritual. No dejo de no comprender que para ese dato haya fijada una fecha exacta, como si el sumarle vehemencia a una hipótesis le aportara más credibilidad. Me pareció oportuno el celebrar que si el fin del mundo se acercaba, habría que celebrar una bonita despedida. Y claro, uno debe ser prudente e incluso creativo para evitar caer en el error con un acontecimiento tan transcendente, así que cuestioné la posible veracidad del calendario maya para una proyección tan antigua, que a lo mejor algún bisiesto les pudo bailar en sus cálculos, así que en vez de celebrar la fiesta en viernes, el día del fatídico solsticio, propuse hacerlo la víspera. Añadiendo la salomónica decisión de hacer dos fiestas más en días sucesivos. Ignoro si este dato podría leerse también en la palma de mi mano. Si ese don existiera, el de leer el pasado y futuro, querría no tenerlo. Además me supondría un conflicto de creencias porque soy de la opinión de que el destino no existe. Cada vez que escucho a alguien comentar frases como el que "este chico está destinado a hacer grandes cosas" o "eso lo ha pasado porque tenía que ser así", algo se revuelve dentro de mi. Y lo hace, no por la persona que lo diga, sino porque es una creencia impuesta que los que la defienden se niegan a cuestionarla como si fuera una verdad absoluta de la que tengan alguna evidencia que yo no puedo ver y, por ese motivo, tengan cierto derecho, lo usen o no, a sentirse superiores al saber algo que otros no sabemos. Desde muy joven he defendido que el lenguaje no es inocente. Y la educación que se les da a los niños conduce a instalar semillas de prejuicios en nuestros cerebros que son difíciles de ser cuestionados de mayores. Los niños son sobornables e influenciables afectivamente desde que nacen. Se les ríe, anima y premia con palabras de aliento, por cada avance, por cada aprendizaje imitativo que se les estimula, impone o sugiere. Cada vez que unos padres escuchan en un hilo de voz de su hijo decir por primera vez "mamá, papá", el niño aprende que cada vez que lo dice brota un estallido de alegría y atenciones. Lo que el niño no aprende cuando crece es que se le reproche al poco tiempo que hable como un loro cuando repite cada palabra nueva que descubre y se desilusiona porque ahora es más listo, habla mejor y se le considera menos. Por esta razón me parece de justicia que los niños instintivamente traten de sobornar e influenciar a sus mayores. Son las reglas del juego que se les ha enseñado. Está en su normal desarrollo el aprender a jugar. El problema es de los adultos si olvidaron las reglas del juego. Si desde que nacemos alguien tomara nota de lo aprendido, si esa persona pudiera leer al hacerse mayor lo vivido, lo sentido, todo lo que le ha ido condicionando durante años para ser como es ahora, resultaría posible que se fuera capaz de comprender mejor el valor de lo que significa olvidar y perdonar. A medida que sumamos edad, representamos la facultad de olvidar lo más reciente y recordar lo más antiguo. Cada experiencia posee su propio viaje en el tiempo. Aquella última fiesta del fin del mundo, por ejemplo, siendo interrogado por una egipcia desconocida a la que le desnudé mi mano, también evocó una tarde de más de veinte años atrás, en la que me leyeron la mano por primera vez. La reciente esposa de un amigo de mis padres había asistido, y desconozco si superado, un curso de quiromancia. Queriendo demostrar sus recientes conocimientos pidió que extendiera mi mano izquierda. No tardó en captar la atención de toda la familia, lo que supongo era su intención. Mis hermanos trataban de desviarla de su misión con comentarios jocosos. No logro recordar quien, haciéndose el entendido, le preguntó a la buena mujer por la línea de la vida, la que nace entre el pulgar y el índice y baja hasta la muñeca pasando por lo que se conoce como monte de Venus, la que se supone que habla de la vida y la longevidad. Y allí estaba yo, con mis apenas veinte años y más ingenuidad de lo conveniente para esa edad, con la palma expectante hacia arriba, esperando a ser convenientemente descifrada. Creo que fue mi hermano mayor quien lo dijo primero. Tío ¿esa es tu línea de la vida? ¡qué corta la tienes! Todos rieron menos yo, que me limitaba a sonreír. Estarás hablando de su mano, ¿verdad? Añadió mi padre, bromeando con su ironía habitual. Claro, claro, sino habría dicho pequeña. Todos rieron aún más. Mi madre portó la bandera de la conciliación, tan suya, la del ¿estos chicos cuando madurarán? Y la buena y reciente esposa del amigo de mis padres seguía con su protagonismo debilitado sujetando aún mi mano anhelante, la misma que suplicaba que se obrara un pequeño milagro. Esperaba que alguien dijera algo así como: un momento, que tengo una duda, ¿si Pablo es zurdo, la línea de la vida no tendría que estar en su mano derecha? Y esa observación por si sola podría desviar la atención de nuevo a la protagonista de la idea. Y ésta, tal vez, reconocería que desconoce ese punto, que en su curso de quiromancia nadie era zurdo. Esa ocurrencia me hizo girar la palma de mi mano derecha bien despacio. Lo que allí vi me agradó más. Una fina media luna, algo más larga que la curva de la breve luna incompleta de mi mano izquierda, se acercaba, sin llegar a atravesarla, a una fina línea central que avanzaba firme desde la muñeca al corazón de la mano. Por entonces, como ahora, no sabía si eso era bueno o malo. Lo cierto de esta historia es que la posibilidad de que, como zurdo que era, la línea de la vida estuviera en mi mano diestra ayudó a que me relajara y volviera al mundo de las bromas familiares. No recuerdo más de aquella velada, sólo que ha viajado en el tiempo para mi, desde la memoria hasta la última fiesta del fin del mundo, la que anunciaba su fin como fiesta. Los invitados iban marchando y unos pocos, los más íntimos, se hacían fuertes en el afán de exprimir la noche. Fue Parola quien me dijo: Pablo, toca una pieza al piano, por favor. Ella sabía que no me gusta demasiado tocar cuando hay muchas personas y me pareció una petición oportuna y coherente con la velada que estábamos disfrutando. Además la vida es corta, eso se dice, y mi mano parece querer recordármelo. Los dedos saben hablar un idioma que todo el mundo entiende, también saben escuchar cuando se hace el silencio. Me animé a tocar, junto a la luz de una velas que flanqueaban cada extremo del piano, la primera canción que compuse en la época que no sabía de fines del mundo, ni quiromancia, ni líneas de la vida. Cuando acabé, Maha se acercó y me susurró al oído: Pablo, tú no eres de este mundo. Y me dio un beso en la mejilla. Me limité a sonreír sin entender. Me gustó. Me hizo pensar. ¿Por qué dices eso? pregunté. Porque tienes un mundo en tu cabeza al que tienes prisionero y no le dejas salir, respondió. Seguía sin entender pero volví a sonreír. Los últimos amigos anunciaron su marcha. Mañana será otro día, los mayas erraron, pensé. O tal vez no, tal vez acertaran ayudándome a descubrir que hay un mundo dentro de nosotros que podría ser el comienzo de una vida mejor. Pronto hará dos años que volví a recordar que mi línea de la vida es demasiado corta. En dos años puede que las personas no cambien, pero su vida sí. Me pregunto si eso ya lo sabía mi mano o se podría leer entre líneas. Lo cierto es que algo ha cambiado, he vuelto a escuchar aquella canción con la que conocí a Parola y ha sido otro viaje en el tiempo, diferente eso sí, cerré los ojos... "El amor son las almas tocándose"... Ya no era el mismo de hace cuatro años, era mejor. En ese tiempo pueden suceder muchas cosas, pero fue en unas horas cuando surgió todo. Anoche me preguntó Parola: Pablo, si te hubieran dicho que dolería ¿habrías amado?...