Tomaré las riendas de esta historia. Temo que esta chica que me ha secuestrado haga barbaridades con ella. Y el caso es que es lista. Y atractiva. Peligrosa combinación la de mujer inteligente y atractiva. Y lo que la hace más inquietante no es que se sepa guapa sino que sea tan confiada. Le han encargado una misión trampa, sin premio. Ella fue la primera en ser avisada de localizar a Juan porque era la que estaba más cerca. En el fondo sabe que no es la única que lo busca. Le hacen picar el anzuelo de lo importante que es para la organización encontrar a Juan enviándole el maldito informe mutilado. Y con su buena intuición me llevó a mi y a las libretas de Juan. Lo de tomar prestado el móvil y el ordenador le llevará más tiempo de análisis y es muy probable que no le compensen los esfuerzos para entender lo que allí hay. Se que gustaría que compartiera el contenido de esas páginas del informe en las que se cuenta el proyecto que hace de Juan tan valioso. Y lo haré, descifraré los enigmas que encierran esas páginas, pero lo haré a mi modo. Te lo contaré desde el principio, desde el origen, desde ese bendito día en que mi primer amo me rescató del desierto. Soy solo una mochila vieja que se conserva bastante bien para su edad. Conozco buenas historias. Algunas tristes, otras hermosas, puede que tal vez otras las encuentres increíbles aunque todas son ciertas. Me fabricaron con el fin de ser un complemento militar para exploradores en África en la época de la primera guerra mundial. Y allí acabé muchos años, a la espalda de un soldado francés que se desorientó en el desierto mientras huía de varios beréberes que portaban sus turbantes azules con el orgullo de los auténticos Tuareg. Consiguió escapar de ellos el bueno de André, que así se llamaba el desdichado, pero no consiguió esquivar su fatal destino al norte del desierto de Mali en la primavera de 1.916. Murió sediento, mortalmente enfermo y sólo, sin hallar la manera de hacer manar agua allí donde había palmeras. Escribió unas cartas de despedida que guardó cuidadosamente en uno de mis bolsillos antes de abandonarme a mi suerte junto a un fallido oasis. Tuvieron que pasar casi treinta años y otra guerra mundial para que me encontraran. Fue un explorador y antropólogo británico quien me rescató del olvido. Pensaba que tendría que haber agua cerca de esas mismas palmeras. Primero encontró los restos del desdichado francés bajo un metro de arena y unos días después me halló a mi. Y ahí empezó todo. Me trató como si en lugar de un trozo de tela fuera una lámpara maravillosa, aunque el genio no lo llevara dentro sino que el genio fue quien me encontró a mi. Jonathan se llamaba mi buen amo. El mismo genio que en cuanto regresó a Europa lo primero que hizo fue localizar a la viuda del desdichado soldado y a la agradecida madre del antaño muchacho; a ambas les entregó el póstumo mensaje. Cumplió el último deseo de André. La mujer se había vuelto a casar y a enviudar, tenía un hijo y una hija. Al hijo lo perdió durante la ocupación alemana y la chica se enamoró de un apasionado resistente que la llevó a Argelia a vivir. Estaba sola en la casa que la vio nacer, toda la vida en el mismo hogar. Y ahora venía un apuesto joven británico que se presentaba como Jonathan a traerle un mensaje de su marido muerto, de su querido André. Lo que fuera que dijera la carta emocionó de tal manera a la mujer que con la mirada vidriosa reclamaba abrazos imposibles y agradecidos. No eran lágrimas tristes sino antiguas, pausadas; tenía ese tipo de llanto silencioso que reconforta. Le dio las gracias a Jonathan y le preguntó si también supo algo del compañero de André. Fue entonces cuando recordé que había otro soldado francés que fue capturado por los Tuareg. Me acuerdo más de su mochila que de él. Al parecer yo fui más afortunada. El azar de los humanos es fabuloso, creo que jamás dejará de sorprenderme. Fui yo la mochila que encontró Jonathan en el desierto, que le acompañó en su periplo por Europa y América hasta acabar en poder de Juan. Es con ellos con quienes he vivido aventuras increíbles y no fui concebida para estar con ellos. No teníamos ningún vínculo para estar juntos y lo estuvimos. Lo mismo les pasó a Jonathan y a Juan. No fueron familia y estuvieron juntos hasta que Jonathan desapareció dejándome con Juan. Y es ahora Juan el que desaparece; lo hace sin dejar rastro. Sólo le oí decir una palabra al teléfono y al instante apagó el ordenador y el móvil. “Pandemonio”. Eso dijo, sí; lo pronunció lentamente. Hacía mucho que no oía esa palabra que no significa nada para nadie más que para Jonathan y Juan. Era algo en lo que trabajaron tiempo juntos muchos años. También fue lo último que le oí decir a Jonathan, aunque esa es otra historia que tal vez cuente otro día. Ahora es importante dar con Juan. Es posible que sea la única que entienda lo que le ha pasado. Como es más que probable que no encuentre el modo de poder confesárselo a nadie. Y me temo que no sea nada bueno lo que pretende. Aunque desaparecer así, tan de repente, es un poco extraño. Se despertó temprano, se movía inquieto por toda la casa como lo haría un desconocido, apenas cogió algo de ropa, dinero y documentación y se marchó sin mirar atrás, sin siquiera llevarse la foto de ella... La que guardaba con el mismo cariño que me cuidaba a mi. Ambas fuimos regalos de Jonathan, cada una a su tiempo.
Fue un buen maestro Jonathan para Juan. Podría haber sido su abuelo y no lo fue, pero esa también es otra historia que tiempo habrá para ser contada. No fueron familia, decía, y fueron más que familia; Jonathan fue su mentor, su tutor, su mecenas. El padre moral del proyecto al que Juan le puso su nombre, el que hace que Juan sea tan buscado y que yo conozco desde su origen:
El proyecto Paybell.
Continuará...
No hay comentarios:
Publicar un comentario