Sigue medio envuelto, como durmiendo, relajado, asomando su cabeza tímidamente por encima de la bolsa de papel con asas beige en la que vino y que lleva su nombre. En la cabeza tiene un sombrero rojo, de tela, como los que podrían llevar los bluesmen de New Orleans, con la visera levantada, parecido en su forma también a los que llevaría el capitán de un barco pesquero.
Al asomarme a su casa con asas veo que lleva puesto un abrigo azul largo y espacioso, abotonado en la cintura, como con los que se visten los escolares para ir al colegio en sus primeros días de escuela. Tiene un aspecto divertido. Si el abrigo fuera amarillo parecería un capitán de barco. Me gusta como viste. Tiene estilo. Me sorprende. Y a mi me encantan las sorpresas. Hablo de mi Oso Paddington. Pero los amigos podéis llamarle Paddi.
Paddi vio la luz el 13 de octubre de 1.958. Ese mismo día, la Unión Soviética explosionó su sexta bomba atómica. Lo hizo en el Círculo Polar Ártico. Pero esa fue otro tipo de luz. Era lunes. Hace poco que cumplió los 50 años, pero para él no pasa el tiempo. Tiene una historia curiosa Paddi.
Al parecer y en extrañas circunstancias, Paddi terminó perdido y sólo en la estación de tren de Paddington, en Londres. Le acogió una familia inglesa muy amable que le dio un hogar y un nombre con quienes ha sido bastante feliz. Lo extraño de esta historia no es solo que Paddi sea un osito, eso es hasta razonable, lo verdaderamente sorprendente es su procedencia. Paddi es de Perú. Tal vez, esa sea la historia que le contaron a Paddi. La versión especial, la que le hace único. Claro que si yo fuera oso, que opiniones favorables al respecto hay entre algunos malvados que me conocen; si fuera un oso, decía, y tuviera que nacer el 13 de octubre de 1.958, me pediría estar bien lejos del Círculo Polar Ártico.
Ahora Paddi descansa en la repisa de las fotos en las que están las personas que más me importan. Paddi está ahí porque representa la memoria de la foto que me falta, junto con la persona que me lo regaló hace ya muchos años. Y está ahí quizás también por algún motivo más profundo que me cuesta revelar. La vida, al fin de cuentas, no tiene guión. Suceden cosas que no podemos prever, ni mucho menos controlar. Paddi no puede controlar que al mirarle imagine una colonia de osos pardos en la cima del Machu Picchu hablando quechua con los Incas. Paddi tampoco puede controlar que al verlo recuerde lo que aún me queda por conocer, con ojos nuevos, de niño treintañero demasiado ocupado por la urgencia de las cosas menos importantes. Paddi me recuerda en silencio que aún existe la aventura. Tal vez por eso, inconscientemente aún le tenga en su cajita de cartón, listo para la siguiente escapada.
Tiene mérito este Paddi. No deja de sorprenderme. Hasta hace unos días pensaba que se aburría, cuando el aburrido era yo. Y ahora, Paddi, mi muchas veces ignorado Paddi, se reinventa. Creo que lleva una doble vida. Le he sacado de su hogar y ¿a que no imagináis lo que he visto dentro? Una chapa de metal un tanto gótica con la palabra “kripta”. Pero esa es otra historia que ya te contaré cuando consiga que Paddi confiese.
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